4 A yB La Odisea (Homero). Literatura de la Grecia Clásica.
Homero:
Es una leyenda y en las pocas esculturas que se
conocen de él, lo representan ciego. Era un rapsoda (cantador de historias en
forma oral) que andaba de pueblo en pueblo, contando las historias de sus
libros: Ilíada e Odisea.
Su existencia real es cuestionada por varios
historiadores de la literatura; sin embargo, la tradición confirma que existió,
que es el autor de dos de las obras más famosas de la cultura occidental. Esta
controversia se ha llamado " cuestión homérica".
Homero es el literato más famoso de la época
arcaica, de la llamada Edad Oscura. Poco se sabe de su vida, incluso si era un
poeta o varios, pero los griegos en mayoría lo consideraban un solo
poeta, y aunque no se sabía dónde había vivido, la isla de Quíos se atribuye el
haber sido cuna de este legendario vate.
Los poemas épicos homéricos son La Ilíada y La
Odisea, las dos grandes epopeyas de la antigüedad griega, poemas en que aparece
una sociedad de reyes y de nobles, grandes terratenientes y poseedores de
numerosos rebaños, quienes llevaban una vida de esplendor y de luchas, enfrentamientos
y batallas.
Las
aventuras de Ulises
Ulises, ya viejo y cansado,
volvía a su casa ansioso por ver de nuevo a Penélope, su esposa.
Joven aún se había despedido
de ella para ir como combatiente a la guerra de Troya.
Volvía viejo, porque la
guerra había durado tantos años, que no le bastaban los dedos de la mano para
contarlos.
Pronto volveré a ver a mi
querida Penélope —pensaba recostado en la borda de su barco—. Se le debe de
haber vuelto blanco el cabello de tanto esperarme.
Se sentía ansioso. No sabía,
ni se imaginaba, que antes de ver a Penélope tendría que enfrentarse con
muchos, muchísimos peligros.
Peligros cuya duración no
sería corta ni pequeña, sino larga, muy larga. ¡Sí, unos cuantos años más
separarían todavía a Ulises de su adorada esposa Penélope!
El primer obstáculo en su
travesía fue Polifemo, el gigante.
Polifemo, más que gigante,
era un Cíclope, porque tenía un solo ojo redondo, en medio de la frente. Y no
era un Cíclope cualquiera. Era el más importante de todos ellos: el que tenía
más ovejas, la cueva más grande, más quesos y más jarras de leche en ella.
Tenía, además, unos gustos
muy especiales: adoraba el vino y detestaba el hígado frito. No le gustaban los
reyes, ni tampoco los héroes.
Por eso, en cuanto vio
desembarcar a Ulises y sus compañeros, los tomó prisioneros, encerrándolos en
su amplia cueva.
Allí, mirándolos con su
enorme ojo solitario, les preguntó de dónde venían.
—De Troya —contestaron en
seguida los viajeros. Después les preguntó cómo se llamaba el jefe de todos
ellos.
—Me llamo "Nadie"
—mintió Ulises, que desconfiaba de aquel interrogatorio.
—¡No me gusta ni tu nombre,
ni la cara de tus compañeros! Por lo tanto, ahora me comeré dos de ellos, y al
resto los dejaré encerrados un ratito más, hasta que me venga de nuevo el
hambre —amenazó Polifemo contento.
—¡Espera! —le gritó Ulises,
asustado del peligro que corrían—. ¡Toma antes este vino que te ofrezco!
El Cíclope no se hizo rogar.
Tomó una jarra tras otra, hasta caer borracho y quedar dormido como un ceporro.
Aprovechando el sueño
profundo del Cíclope, Ulises tomó una larga estaca de madera y hundió su
extremo en el fuego.
Cuando la punta estuvo al
rojo vivo, la clavó en el ojo del gigante borracho, que bramó de dolor. Los
gritos de rabia eran tan fuertes y agudos, que todos los Cíclopes del lugar
corrieron a ver qué ocurría, mientras Ulises y sus compañeros huían hacia la
nave, que los esperaba meciéndose al vaivén de las olas, a orillas del mar.
—
¿Qué te pasa amigo? —le preguntaron los
gigantes al herido, que se había quedado ciego.
—
¡Nadie me hirió! —gritó Polifemo, indignado.
—
¿Quién?
—
¡Nadie!
—
Si nadie te hirió, debe de ser un castigo de
los dioses —le hicieron observar sus amigos, retirándose cada cual a su trabajo
y dejándolo solo.
Así quedó ciego y engañado
Polifemo, víctima del astuto Ulises, a quien él había querido devorar.
La próxima parada de Ulises
fue en la isla de Eolo, el rey de los vientos.
Éste, a diferencia del
Cíclope, era amable y gentil con las visitas.
A los viajeros los convidó
con ricos alimentos y los abrigó con buenas ropas, y les preparó también
mullidas camas para dormir por la noche. También les hizo una pequeña fiesta en
su honor. Al día siguiente, en el momento de despedirse, hizo dos cosas.
Primero le entregó a Ulises una bolsa que contenía todos los vientos malos. Después,
los saludó varias veces con la mano, ordenando al mismo tiempo a los vientos
buenos que empujaran la embarcación y la orientaran bien, por la buena ruta.
Ulises vigilaba atentamente
el desarrollo del viaje. Pero, como estaba muy cansado, se durmió, después de apoyar
la cabeza en los brazos.
Mientras él dormía, sus
compañeros, creyendo que en la bolsa que le había dado Eolo había mucho oro, la
abrieron para repartírselo.
Y lo único que consiguieron
fue que los vientos malos levantasen las olas y desviaran la nave de la
verdadera ruta, llevándosela quien sabía adónde. Eolo, al ver aquello, se enojó
muchísimo y no quiso ayudarlos más. Así que tuvieron que seguir remando con
todas sus fuerzas, con todas sus fuerzas...
Pero las olas fueron más
fuertes que las fuerzas de los remeros y la nave se hundió.
Ulises fue el único
sobreviviente. Con el mástil de su hundida nave se construyó una especie de
balsa, que las olas fueron llevando hasta una isla cercana: la isla de Calipso.
Calipso era una ninfa del
mar, una hermosa mujer que vivía rodeada de algas, peces de colores y estrellas
de mar, y dotada de maravillosos poderes que la hacían superior al resto de las
mujeres. Calipso podía ayudarlo, pero no lo hizo porque se enamoró de él y
quiso retenerlo a su lado para siempre.
Pero Ulises no pensaba más
que en Penélope, su mujer, que fielmente lo esperaba y suspiraba por él.
Una noche se escapó Ulises
de la isla en una nave rudimentaria que se había fabricado a escondidas. Otra
ninfa del mar, menos interesada que Calipso, le dio un cinturón flotador.
Como la nave se hundió,
Ulises, nadando con la ayuda del cinturón, llegó a una playa desconocida. Sin
saberlo, se encontró que estaba en la tierra de Alcinoo, el rey de los feacios.
Alcinoo era un rey muy rico y amado por su pueblo.
El náufrago se acercó hasta
la corte de Alcinoo y allí pidió a la reina que le facilitara las cosas
necesarias para volver a su patria.
Sin preguntarle quien era,
lo agasajaron todos mucho y los jóvenes lo invitaron a competir con ellos en un
deporte del país.
Ulises no pudo decir que no.
El juego consistía en
arrojar una pesada piedra.
El que la arrojaba más
lejos, era el ganador.
Algunos competidores no
podían ni siquiera levantar la piedra. ¡Tan pesada era!
Ulises la tomó sin
dificultad alguna y la lanzó tan lejos, que nunca se la pudo encontrar ya.
Todos quedaron admirados,
especialmente la hija del rey, que pensó que seguramente aquél sería el mejor
marido que podía elegir en toda su vida. El rey asombrado, le pidió que, por
favor, le contara su vida, que debía de ser muy interesante. Ulises no se hizo
rogar. Contó cómo había dejado su palacio, su mujer y su hijo, para ir a la
guerra de Troya. Contó cómo aquella guerra se había prolongado años y años y
años, sin ganar ni el uno ni el otro bando. Contó cómo gracias a un enorme
caballo de madera habían podido tomar la ciudad del enemigo, que era la ciudad
de Troya. Esto les gustó tanto a los feacios, que le pidieron que les contara
aquel episodio otra vez. Y Ulises se lo relató, fatigado, de nuevo:
—Construimos un caballo de
madera de muchos metros de alto, que en su interior era hueco. Y allí, en la
gran panza hueca del caballo, escondimos a nuestros soldados más aguerridos y
valientes. Después, se lo ofrecimos como regalo a nuestros enemigos, que,
confiados, lo introdujeron en su ciudad, la por nosotros tan ansiada Troya.
Aquella noche, estando todos
festejando el regalo, en medio de la oscuridad se abrió una puerta secreta y
nuestros guerreros salieron del caballo. En pocas horas vencieron a los
enemigos, tomados de sorpresa, y la ciudad que había resistido años tan largos,
se rindió en una sola noche.
El rey preguntó:
—
¿Quién fue el que tuvo la brillante idea del
caballo de madera?
Humildemente, Ulises tuvo
que confesar que la idea había sido suya.
Al enterarse de aquello, el
pueblo hizo fila para hacerle regalos.
Entretanto, una nave, ya
lista, esperaba al héroe para llevarlo hasta su tierra.
Se embarcó Ulises, se
despidió de los feacios desde la nave, que se fue alejando, alejando, de la
playa e internándose más, cada vez más, en el mar.
Veinte años hacía que se
había ido Ulises de su patria querida.
En aquellos veinte años,
Telémaco, el hijo de Ulises, había crecido mucho y había salido en busca de su
padre, a quien extrañaba muchísimo.
La reina Penélope tuvo una
sola preocupación en tanto tiempo: ahuyentar, alejar de sí, a los pretendientes
que querían casarse con ella en ausencia de Ulises.
Aquellos pretendientes se
habían instalado en el propio palacio de la reina, para no perder ninguna
oportunidad de conquistarla.
Y también para gastar la
fortuna del pobre rey Ulises, que valientemente estaba arriesgando su vida en
la lejana Troya.
Al encontrarse Ulises con su
hijo y contarle éste lo que estaba ocurriendo con los atrevidos pretendientes,
idearon los dos un plan.
El hijo disfrazó al padre de
mendigo y se presentaron ambos en el palacio.
—
¡Hijo, qué suerte que has vuelto! —le dijo,
abrazándolo, Penélope, que se había sentido muy sola ante los pretendientes, en
ausencia últimamente, no ya sólo del esposo, sino también de su hijo.
Los pretendientes fingieron
también que se habían puesto muy contentos de ver de vuelta a Telémaco.
—
¡Con tal que no vuelva tu padre! —pensaron
ellos con maldad.
Al ver al mendigo que lo
acompañaba, lo tomaron a risa y empezaron a burlarse de él.
Le tiraron del pelo, le
echaron vino a la cara, y le hacían mil morisquetas ridículas. Ulises los dejó
hacer algún tiempo, esperando la mejor oportunidad para castigarlos.
Penélope, que no sabía aún
nada del retorno de Ulises disfrazado de mendigo, había preparado una prueba.
El triunfador tendría derecho a tomarla por esposa. La reina sabía de antemano
que el único que podía ganar, era Ulises. Pero ni se imaginaba que ya lo tenía
allí, de vuelta.
La prueba consistía en
disparar una flecha que tenía que pasar por el centro de doce anillos, uno tras
otro, sin tocarlos.
Los pretendientes probaron y
sucesivamente fracasaron, sin obtener ninguno de ellos el éxito apetecido.
Penélope se sentía
tranquila. Con aquello alejaría por algún tiempo de sí a los molestos y
descarados pretendientes.
Entre burlas y risas los
pretendientes pidieron al mendigo que probara él a disparar también la flecha.
Ulises tomó firmemente el
arco, ajusto la cuerda, tiró de ella, apuntó y disparó: ¡la flecha, ante la
sorpresa de todos, pasó exactamente por el centro de los anillos!
—¡Ahora a otro blanco!
—gritaron a un tiempo Ulises y Telémaco, y empezaron a disparar contra los
pretendientes, que huyeron como ratas, despavoridos.
Penélope le quitó el
disfraz, sin poder creer lo que veía, y súbitamente un fuerte abrazo unió a
marido y mujer, separados desde hacía tantísimos años. Telémaco, con los ojos
húmedos de lágrimas, sonreía.
Y, en adelante, Ulises quedó
dueño de su reino y su mujer para siempre.
Nos compartes una leyenda de amor con un final feliz... :).Sabes algo ?!, el mundo necesita más historias como esta.
ResponderEliminarEs toda una inspiración para celebrar el día de San Valentín.
Gracias por tus extraordinarias lecciones.
Un abrazo cariñoso.
Que valiente y admirable es el Rey Ulises.
ResponderEliminarCada vez que leo historias fantasticas como esta me emociono.
Hasta pronto.