Castellano y Literatura
Saludos a mis estimados alumnos y alumnas… Bienvenidos a este rinconcito realizado especialmente para ustedes, y a través del cual encontraran cada una de las lecturas propuestas por su docente. Por este medio podrán estar más en sintonía con su materia de "Castellano y Literatura”. No olvides escribir tu nombre y apellido, año y sección que cursas. Se agradece tu participación.
sábado, 11 de febrero de 2012
lunes, 6 de febrero de 2012
4 A yB La Odisea (Homero). Literatura de la Grecia Clásica.
4 A yB La Odisea (Homero). Literatura de la Grecia Clásica.
Homero:
Es una leyenda y en las pocas esculturas que se
conocen de él, lo representan ciego. Era un rapsoda (cantador de historias en
forma oral) que andaba de pueblo en pueblo, contando las historias de sus
libros: Ilíada e Odisea.
Su existencia real es cuestionada por varios
historiadores de la literatura; sin embargo, la tradición confirma que existió,
que es el autor de dos de las obras más famosas de la cultura occidental. Esta
controversia se ha llamado " cuestión homérica".
Homero es el literato más famoso de la época
arcaica, de la llamada Edad Oscura. Poco se sabe de su vida, incluso si era un
poeta o varios, pero los griegos en mayoría lo consideraban un solo
poeta, y aunque no se sabía dónde había vivido, la isla de Quíos se atribuye el
haber sido cuna de este legendario vate.
Los poemas épicos homéricos son La Ilíada y La
Odisea, las dos grandes epopeyas de la antigüedad griega, poemas en que aparece
una sociedad de reyes y de nobles, grandes terratenientes y poseedores de
numerosos rebaños, quienes llevaban una vida de esplendor y de luchas, enfrentamientos
y batallas.
Las
aventuras de Ulises
Ulises, ya viejo y cansado,
volvía a su casa ansioso por ver de nuevo a Penélope, su esposa.
Joven aún se había despedido
de ella para ir como combatiente a la guerra de Troya.
Volvía viejo, porque la
guerra había durado tantos años, que no le bastaban los dedos de la mano para
contarlos.
Pronto volveré a ver a mi
querida Penélope —pensaba recostado en la borda de su barco—. Se le debe de
haber vuelto blanco el cabello de tanto esperarme.
Se sentía ansioso. No sabía,
ni se imaginaba, que antes de ver a Penélope tendría que enfrentarse con
muchos, muchísimos peligros.
Peligros cuya duración no
sería corta ni pequeña, sino larga, muy larga. ¡Sí, unos cuantos años más
separarían todavía a Ulises de su adorada esposa Penélope!
El primer obstáculo en su
travesía fue Polifemo, el gigante.
Polifemo, más que gigante,
era un Cíclope, porque tenía un solo ojo redondo, en medio de la frente. Y no
era un Cíclope cualquiera. Era el más importante de todos ellos: el que tenía
más ovejas, la cueva más grande, más quesos y más jarras de leche en ella.
Tenía, además, unos gustos
muy especiales: adoraba el vino y detestaba el hígado frito. No le gustaban los
reyes, ni tampoco los héroes.
Por eso, en cuanto vio
desembarcar a Ulises y sus compañeros, los tomó prisioneros, encerrándolos en
su amplia cueva.
Allí, mirándolos con su
enorme ojo solitario, les preguntó de dónde venían.
—De Troya —contestaron en
seguida los viajeros. Después les preguntó cómo se llamaba el jefe de todos
ellos.
—Me llamo "Nadie"
—mintió Ulises, que desconfiaba de aquel interrogatorio.
—¡No me gusta ni tu nombre,
ni la cara de tus compañeros! Por lo tanto, ahora me comeré dos de ellos, y al
resto los dejaré encerrados un ratito más, hasta que me venga de nuevo el
hambre —amenazó Polifemo contento.
—¡Espera! —le gritó Ulises,
asustado del peligro que corrían—. ¡Toma antes este vino que te ofrezco!
El Cíclope no se hizo rogar.
Tomó una jarra tras otra, hasta caer borracho y quedar dormido como un ceporro.
Aprovechando el sueño
profundo del Cíclope, Ulises tomó una larga estaca de madera y hundió su
extremo en el fuego.
Cuando la punta estuvo al
rojo vivo, la clavó en el ojo del gigante borracho, que bramó de dolor. Los
gritos de rabia eran tan fuertes y agudos, que todos los Cíclopes del lugar
corrieron a ver qué ocurría, mientras Ulises y sus compañeros huían hacia la
nave, que los esperaba meciéndose al vaivén de las olas, a orillas del mar.
—
¿Qué te pasa amigo? —le preguntaron los
gigantes al herido, que se había quedado ciego.
—
¡Nadie me hirió! —gritó Polifemo, indignado.
—
¿Quién?
—
¡Nadie!
—
Si nadie te hirió, debe de ser un castigo de
los dioses —le hicieron observar sus amigos, retirándose cada cual a su trabajo
y dejándolo solo.
Así quedó ciego y engañado
Polifemo, víctima del astuto Ulises, a quien él había querido devorar.
La próxima parada de Ulises
fue en la isla de Eolo, el rey de los vientos.
Éste, a diferencia del
Cíclope, era amable y gentil con las visitas.
A los viajeros los convidó
con ricos alimentos y los abrigó con buenas ropas, y les preparó también
mullidas camas para dormir por la noche. También les hizo una pequeña fiesta en
su honor. Al día siguiente, en el momento de despedirse, hizo dos cosas.
Primero le entregó a Ulises una bolsa que contenía todos los vientos malos. Después,
los saludó varias veces con la mano, ordenando al mismo tiempo a los vientos
buenos que empujaran la embarcación y la orientaran bien, por la buena ruta.
Ulises vigilaba atentamente
el desarrollo del viaje. Pero, como estaba muy cansado, se durmió, después de apoyar
la cabeza en los brazos.
Mientras él dormía, sus
compañeros, creyendo que en la bolsa que le había dado Eolo había mucho oro, la
abrieron para repartírselo.
Y lo único que consiguieron
fue que los vientos malos levantasen las olas y desviaran la nave de la
verdadera ruta, llevándosela quien sabía adónde. Eolo, al ver aquello, se enojó
muchísimo y no quiso ayudarlos más. Así que tuvieron que seguir remando con
todas sus fuerzas, con todas sus fuerzas...
Pero las olas fueron más
fuertes que las fuerzas de los remeros y la nave se hundió.
Ulises fue el único
sobreviviente. Con el mástil de su hundida nave se construyó una especie de
balsa, que las olas fueron llevando hasta una isla cercana: la isla de Calipso.
Calipso era una ninfa del
mar, una hermosa mujer que vivía rodeada de algas, peces de colores y estrellas
de mar, y dotada de maravillosos poderes que la hacían superior al resto de las
mujeres. Calipso podía ayudarlo, pero no lo hizo porque se enamoró de él y
quiso retenerlo a su lado para siempre.
Pero Ulises no pensaba más
que en Penélope, su mujer, que fielmente lo esperaba y suspiraba por él.
Una noche se escapó Ulises
de la isla en una nave rudimentaria que se había fabricado a escondidas. Otra
ninfa del mar, menos interesada que Calipso, le dio un cinturón flotador.
Como la nave se hundió,
Ulises, nadando con la ayuda del cinturón, llegó a una playa desconocida. Sin
saberlo, se encontró que estaba en la tierra de Alcinoo, el rey de los feacios.
Alcinoo era un rey muy rico y amado por su pueblo.
El náufrago se acercó hasta
la corte de Alcinoo y allí pidió a la reina que le facilitara las cosas
necesarias para volver a su patria.
Sin preguntarle quien era,
lo agasajaron todos mucho y los jóvenes lo invitaron a competir con ellos en un
deporte del país.
Ulises no pudo decir que no.
El juego consistía en
arrojar una pesada piedra.
El que la arrojaba más
lejos, era el ganador.
Algunos competidores no
podían ni siquiera levantar la piedra. ¡Tan pesada era!
Ulises la tomó sin
dificultad alguna y la lanzó tan lejos, que nunca se la pudo encontrar ya.
Todos quedaron admirados,
especialmente la hija del rey, que pensó que seguramente aquél sería el mejor
marido que podía elegir en toda su vida. El rey asombrado, le pidió que, por
favor, le contara su vida, que debía de ser muy interesante. Ulises no se hizo
rogar. Contó cómo había dejado su palacio, su mujer y su hijo, para ir a la
guerra de Troya. Contó cómo aquella guerra se había prolongado años y años y
años, sin ganar ni el uno ni el otro bando. Contó cómo gracias a un enorme
caballo de madera habían podido tomar la ciudad del enemigo, que era la ciudad
de Troya. Esto les gustó tanto a los feacios, que le pidieron que les contara
aquel episodio otra vez. Y Ulises se lo relató, fatigado, de nuevo:
—Construimos un caballo de
madera de muchos metros de alto, que en su interior era hueco. Y allí, en la
gran panza hueca del caballo, escondimos a nuestros soldados más aguerridos y
valientes. Después, se lo ofrecimos como regalo a nuestros enemigos, que,
confiados, lo introdujeron en su ciudad, la por nosotros tan ansiada Troya.
Aquella noche, estando todos
festejando el regalo, en medio de la oscuridad se abrió una puerta secreta y
nuestros guerreros salieron del caballo. En pocas horas vencieron a los
enemigos, tomados de sorpresa, y la ciudad que había resistido años tan largos,
se rindió en una sola noche.
El rey preguntó:
—
¿Quién fue el que tuvo la brillante idea del
caballo de madera?
Humildemente, Ulises tuvo
que confesar que la idea había sido suya.
Al enterarse de aquello, el
pueblo hizo fila para hacerle regalos.
Entretanto, una nave, ya
lista, esperaba al héroe para llevarlo hasta su tierra.
Se embarcó Ulises, se
despidió de los feacios desde la nave, que se fue alejando, alejando, de la
playa e internándose más, cada vez más, en el mar.
Veinte años hacía que se
había ido Ulises de su patria querida.
En aquellos veinte años,
Telémaco, el hijo de Ulises, había crecido mucho y había salido en busca de su
padre, a quien extrañaba muchísimo.
La reina Penélope tuvo una
sola preocupación en tanto tiempo: ahuyentar, alejar de sí, a los pretendientes
que querían casarse con ella en ausencia de Ulises.
Aquellos pretendientes se
habían instalado en el propio palacio de la reina, para no perder ninguna
oportunidad de conquistarla.
Y también para gastar la
fortuna del pobre rey Ulises, que valientemente estaba arriesgando su vida en
la lejana Troya.
Al encontrarse Ulises con su
hijo y contarle éste lo que estaba ocurriendo con los atrevidos pretendientes,
idearon los dos un plan.
El hijo disfrazó al padre de
mendigo y se presentaron ambos en el palacio.
—
¡Hijo, qué suerte que has vuelto! —le dijo,
abrazándolo, Penélope, que se había sentido muy sola ante los pretendientes, en
ausencia últimamente, no ya sólo del esposo, sino también de su hijo.
Los pretendientes fingieron
también que se habían puesto muy contentos de ver de vuelta a Telémaco.
—
¡Con tal que no vuelva tu padre! —pensaron
ellos con maldad.
Al ver al mendigo que lo
acompañaba, lo tomaron a risa y empezaron a burlarse de él.
Le tiraron del pelo, le
echaron vino a la cara, y le hacían mil morisquetas ridículas. Ulises los dejó
hacer algún tiempo, esperando la mejor oportunidad para castigarlos.
Penélope, que no sabía aún
nada del retorno de Ulises disfrazado de mendigo, había preparado una prueba.
El triunfador tendría derecho a tomarla por esposa. La reina sabía de antemano
que el único que podía ganar, era Ulises. Pero ni se imaginaba que ya lo tenía
allí, de vuelta.
La prueba consistía en
disparar una flecha que tenía que pasar por el centro de doce anillos, uno tras
otro, sin tocarlos.
Los pretendientes probaron y
sucesivamente fracasaron, sin obtener ninguno de ellos el éxito apetecido.
Penélope se sentía
tranquila. Con aquello alejaría por algún tiempo de sí a los molestos y
descarados pretendientes.
Entre burlas y risas los
pretendientes pidieron al mendigo que probara él a disparar también la flecha.
Ulises tomó firmemente el
arco, ajusto la cuerda, tiró de ella, apuntó y disparó: ¡la flecha, ante la
sorpresa de todos, pasó exactamente por el centro de los anillos!
—¡Ahora a otro blanco!
—gritaron a un tiempo Ulises y Telémaco, y empezaron a disparar contra los
pretendientes, que huyeron como ratas, despavoridos.
Penélope le quitó el
disfraz, sin poder creer lo que veía, y súbitamente un fuerte abrazo unió a
marido y mujer, separados desde hacía tantísimos años. Telémaco, con los ojos
húmedos de lágrimas, sonreía.
Y, en adelante, Ulises quedó
dueño de su reino y su mujer para siempre.
miércoles, 25 de enero de 2012
5 A y B. Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe. (El cuervo)
El cuervo
Autor: Edgar Allan Poe
Edgar Allan Poe
(Boston, 1809 - Baltimore, 1849)
(Boston, 1809 - Baltimore, 1849)
(Boston, EE UU, 1809-Baltimore,1849)
Poeta, cuentista y crítico estadounidense. Sus padres, actores de teatro
itinerantes, murieron cuando él era todavía un niño de 3 años de edad. Fue
adoptado por un rico comerciante de Virginia, John Allan. Así gozó de un
breve periodo de comodidades y estudios universitarios. Su afición al juego y a la bebida le acarreó la
expulsión en la universidad. Posteriormente, ingreso a una academia militar de
la cual también fue expulsado. Rompió toda relación con su padre adoptivo,
quien finalmente lo desheredaría. De allí en adelante la pobreza fue su fiel
compañera, mientras trabajaba de periódico en periódico, e intentaba publicar
sus cuentos y novelas.
En 1.836 se casa
con su jovencísima prima Virginia Clemm, que contaba sólo 13 años de
edad, y vive con ella y su madre, María Clemm, hasta la temprana muerte de la
joven (once años después), fatal suceso que terminaría de hundir su frágil y
enfermizo temperamento, ya que Virginia y su madre eran la única compañía del
poeta y, sobre todo un apoyo constante en medio de la miseria. Muere un 7
de octubre en un hospital de Baltimore, víctima de “delirium tremens”, varias
después de haber sido encontrado en esa ciudad, en circunstancias desconocidas
hasta hoy. Su contribución a la literatura fue valiosa en géneros del cuento y
la poesía.
el cuervo
Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”
¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.
Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”
Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón
imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.
Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.
Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!
De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.
Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”
Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
las palabras pronunció, como vertiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”
Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron sólo esa carga melancólica
de ‘Nunca, nunca más’.”
Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir graznando: “Nunca más.”
En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!
Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Profeta!” —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”
¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.
Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”
Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón
imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.
Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.
Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!
De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.
Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”
Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
las palabras pronunció, como vertiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”
Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron sólo esa carga melancólica
de ‘Nunca, nunca más’.”
Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir graznando: “Nunca más.”
En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!
Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Profeta!” —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!
martes, 24 de enero de 2012
4º A y B. Unidad # 1 “La aventura”
Te invito a leer la maravillosa
aventura “El ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha”.
Autor: Miguel de Cervantes.
Miguel de Cervantes. |
1.547-1.616. Tuvo
en su vida una fuente riquísima de experiencias de toda índole: etapas heroicas
y otras mediocres; en su vivir recoge lo accidentado y multiforme de la
compleja vida española de su tiempo, tan llena de contrastes.
Vivió siempre en estrechez y tuvo momentos de verdadera proeza, además su
reputación moral sufrió también por devaneos momentáneos. De todo ello nace su
profunda comprensión humana. Las circunstancias adversas no amargan su carácter, sino que lo enriquecen con reacciones de
verdadero humanismo, y esto lo plasma en su obra artística.
En sus obras se descubre una
personalidad rica en afectos, con espíritu ennoblecido por una alta
inteligencia y dotado de las facultades de comprensión para todos, capacidad
extraordinaria de de observación y dotes sublimes de comunicarse con los demás con
gracia, desenfado y alegría.
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO
1: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la
Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en
astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más
vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas
los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres
partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de
velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre
semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que
pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de
campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la
edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco
de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir
que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna
diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas
verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a
nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la
verdad.
Es, pues, de saber, que este
sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se
daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de
todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y
llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de
tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así
llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le
parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la
claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de
perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío,
donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón
se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la
vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra
divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora
del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
Con estas y semejantes
razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo
Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas
que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros
que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de
cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro
con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de
tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda
alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos
pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.
Decía
él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que
ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo un revés había partido
por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del
Carpio, porque en Roncesvalle había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de
la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los
brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella
generación gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era
afable y bien criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos de Montalbán,
y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en
Allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su
historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que
tenía y aun a su sobrina de añadidura.
Capítulo
2: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso D. Quijote
Casi todo aquel día caminó
sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque
quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su fuerte
brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del
Puerto Lápice; otros dicen que lade los molinos de viento; pero, lo que yo he
podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los Anales de la
Mancha, es que él anduvo todo aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se
hallaron cansados y muertos de hambre; y que, mirando a todas partes por ver si
descubriría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde
pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del camino por
dondeiba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Dióse prisa a caminar, y
llegó a ella a tiempo que anochecía.
Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y, como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta, se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la venta, que a él le parecía castillo, y a poco trecho del la detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero, como vio que se tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y vio a las dos distraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto, sucedió acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos -que, sin perdón, así se llaman- tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le representó a don Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida; y así, con extraño contento, llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte, armado y con lanza y adarga, llenas de miedo, se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada, les dijo:
-No fuyan las vuestras mercedes ni teman desaguisado alguno; ca a la orden de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más atan altas doncellas como vuestras presencias demuestran.
Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro, que la mala visera le encubría; mas, como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera que don Quijote vino a correrse y a decirles:
-Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa que de leve causa procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante; que el mío non es de ál que de serviros.
El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento. Mas, en efecto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente; y así, le dijo:
-Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia.
Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza, que tal le pareció a él el ventero y la venta, respondió:
-Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear, etc.
Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de los
Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido, las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y, como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta, se le representó que era un castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan. Fuese llegando a la venta, que a él le parecía castillo, y a poco trecho del la detuvo las riendas a Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero, como vio que se tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y vio a las dos distraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto, sucedió acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos -que, sin perdón, así se llaman- tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al instante se le representó a don Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida; y así, con extraño contento, llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron venir un hombre de aquella suerte, armado y con lanza y adarga, llenas de miedo, se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada, les dijo:
-No fuyan las vuestras mercedes ni teman desaguisado alguno; ca a la orden de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más atan altas doncellas como vuestras presencias demuestran.
Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro, que la mala visera le encubría; mas, como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera que don Quijote vino a correrse y a decirles:
-Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa que de leve causa procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante; que el mío non es de ál que de serviros.
El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy adelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento. Mas, en efecto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente; y así, le dijo:
-Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia.
Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza, que tal le pareció a él el ventero y la venta, respondió:
-Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear, etc.
Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de los
"Un rinconcito ameno para la lectura"
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